jueves, agosto 31, 2006

Viernes

Por fin es viernes pensó al despertar, las carátulas de los periódicos decían lo mismo, y en la televisión, cuando la prendió, los comentaristas lo anunciaban con algarabía. Dio el salto que lo sacó de la cama. Miró la calle por su ventana. Eran casi las doce de un caluroso día de verano. El sol quemaba a los transeúntes y a las combis. Los ambulantes ya habían tomado sus posiciones y todos parecían gritar. El smok seguía pegado en las paredes de los edificios.
Se sirvió un vaso de agua y se sentó frente al televisor. Los periodistas movían la boca articulando palabras incoherentes. El perro que había recogido de la calle estaba acostumbrado a no hacer ruido, y lo miraba sentado frente a su plato de comida sin decir nada. Su vida se reducía a estar quieto en su rincón. Si le pasaba lo que al personaje de aquella película, que se despertaba cada mañana en un mismo día, a lo mejor ni se daba cuenta.
Cogió su polo y unas monedas. No le daba pena ponerse el mismo polo todos los días. Prolongó la anguria de fumarse el primer troncho de la mañana y salió a la calle bajando las escaleras de dos en dos. Algo le carcomía todavía más el alma. Una vez en la calle el sol le dio una bofetada limpia. Achinó los ojos y continuó caminando. El sol le empezó a quemar la piel. El aire seco de la calle no ayudaba.
Se detuvo en el primer teléfono público que encontró. Metió una moneda. Le echó un vistazo a la portada de un periódico exhibido en el quiosco de la esquina. Un ex presidente se burlaba del país en el exilio. Otro causaba la guerra en el medio oriente. Los limeños disfrutaban del calor en la playa. Ella contestó. Dijo:
- Hola, bebé…
Sonrió. El sol amarillo siguió quemando la ciudad como si se tratara de una sartén. Las combis seguían pasando raudas por la calle. Los cobradores hacían bulla. Era una ciudad caótica, desordenada, cancerígena. Ya estaban acostumbrados a vivir así. Era su ciudad. No se imaginaban viviendo en otro lugar. Un famoso adicto a la pasta básica pedía limosna a cambio de pasar un trapo sucio por el parabrisas de los carros.
Hablaron de las cosas. Quedaron en verse más tarde. ¿Alcohol? ¿Drogas? Por qué no. Ella era mayor que él por siete años, ¿pero qué importaba? Ella solía salir con un buscapleitos. Tal vez podría llevarlo también. Todos juntos cantarían alguna cumbia de moda. El tipo tenía antecedentes. Alguna vez le había cortado la cara a un tipo con una gillette. Pero eso qué importaba.
Llegó a eso de las seis de la tarde. El día se había pasado como el humo de la marihuana saliendo por su ventana. La televisión estaba prendida y el equipo también. Sonaba algo de Sumo. Ella entró sola con un polo blanco. Era agraciada a su manera. Tenía una teta ligeramente más grande que la otra. Trajo alcohol y un poco más de droga. Se sentaron en la cama a conversar. Por la ventana se veía el crepúsculo. Se podía ver el humo de los carros ascendiendo como parte de la atmósfera. Las nubes eran rojas. Se lograba ver la vía expresa a lo lejos.
Ella habló. Mezclaron el trago con una gaseosa sin gas. Se dedicaron a beber. Fumaron más y le tiraron el humo al perro. Ella siguió hablando de sus cosas. Le gustaba Sendero Luminoso, investigaba sobre eso. Pasaba el resto del tiempo entrevistando escritores. Caminaba bastante de un lado a otro hasta cansarse.
- Por fin es viernes -dijo él.
Se había hecho de noche rápido. La sombra había caído sobre la ciudad. A ella le gustaban los chicos porque le gustaba la melancolía propia de los adolescentes. Al menos eso solía decir. También porque a los chicos se les puede engañar fácilmente. A un chico le puedes decir cualquier cosa. Después de todo son sólo chicos. De diecinueve, veinte, veintiún años. No es que ella fuera tan vieja. Nada más le gustaban los chicos.
- ¿Y eso qué tiene? -le respondió ella, después de un rato.
- Es viernes. Algo tiene que pasar.
- ¿Y los sábados?
- Es distinto.
Él seguía con el mismo polo de cuando se despertó. Era azul marino. Ahora estaba desteñido. Tenía el símbolo de paz y amor invertido. Se le veía más bien rojo. Ella tenía un polo blanco y un pantalón jean largo, acampanado.
- ¿Por qué debe ser distinto?
- No lo sé, nada más me desperté así. Sé que todos los días son la misma mierda, pero pensé que hoy sería distinto…
Se quedaron callados. Habían apagado el televisor y el equipo. Todavía se podía ver algo del crepúsculo, a lo lejos, y afuera los autos empezaban a pasar con las luces encendidas. Los postes también se hicieron presentes después de un rato. Empezó a ser de noche oficialmente.
- El otro viernes fue asqueroso, me dormí a eso de las dos de la tarde y cuando me desperté estaba molesto por todo...
- Es que eres un bebé.
- Y entonces pensé que tal vez hoy tenía que ser distinto, y me propuse…
- ¿Qué?
- No sé, cambiar…
Ella empezó a reírse. Él se dio cuenta que era una estupidez. Se molestó consigo mismo al haberlo hecho todo tan mal. Volver a empezar no era una opción. Después de todo, ¿con quién estaba hablando? Tal vez ella no era la respuesta a todas sus preguntas. Lo había hecho todo mal, tan mal. Se encogió en sí mismo. Ella seguía tendida en la cama, fumando un cigarro y botando el humo hacia el techo.
Aquello que estaba afuera no era una opción. Era parte de ellos mismos. Estando ahí sentados, junto a la ventana, participaban indirectamente de un cuadro estremecedor. Alguien era chocado por una combi, no muy lejos de ahí, y caía a la pista botando sangre por la boca, con los ojos abiertos, temblando. Mientras tanto, en otra parte, los vendedores comunes de droga eran intervenidos en un operativo con cámaras de televisión del canal 9. Intervenían barrios enteros, callejones famosos. Los comerciantes salían por televisión con sus hijos en brazos. Un periodista cogía sobre una revista una montaña de cocaína y un policía mostraba los paquetes de marihuana frente a las cámaras.
Pero ahí, en su cama, no muy lejos de él, estaba ella. La quería. No por su físico, ni por su condición, nada más era ella, en todo su esplendor, a los veintitantos años, con un olor y una voz propia, unas caderas angostas, una teta más grande que la otra y un polo que nunca se ha quitado en su presencia. De alguna manera que él no había logrado notar, ella lo había atado en unas redes que habían ido creciendo voluntariamente alrededor suyo. Soñaba con ella y luego la olvidaba. Su mente intentaba restarle importancia. Nada de eso dio resultado. Finalmente se dio cuenta de lo que estaba pasando.
Ella se levantó de la cama y se dirigió a la puerta del baño. Al otro extremo, junto a la ventana, él le dio un sorbo a su vaso con ron y gaseosa sin gas. Ella le dio un par de esnifadas a la cocaína sobre una mesa. Dejó el falso donde estaba y se metió al baño. Él se puso de pie, se le bajó la presión. Un fuerte dolor de cabeza. Luego se estabilizó. Caminó hasta la mesa. Lo hizo despacio. Le echó un vistazo a la mesa y fingió que inhalaba. Ella salió del baño.

Pedro Casusol
Agosto 2006

martes, agosto 29, 2006

Lady Blue
(Enrique Bumbury)


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jueves, agosto 24, 2006

¿Luis chantajeará a Sokolich?
¿Rafaela le propuso matar a Álvaro?
¿Coco matará a Lola?
¿Descubrirán el cadaver de Adela?
¿Álvaro ha comprado un arma que no funciona?
¿Patricia intentará volver con Luis?

¿Qué pasará en Crimenes perfectos?

domingo, agosto 20, 2006

otro sábado perfecto?

lunes, agosto 14, 2006


21.
Se mojó el rostro y se miró en el espejo. Se acomodó el pelo, mojándoselo un poco. Se arregló la corbata. Las voces y la melodía proveniente del equipo se colaron por las paredes del baño. Escuchó el chorro de agua cayendo entre sus dedos. Pensó en las veces que se despertó a medianoche, en los edificios que se extienden por la vía expresa como gigantes amaestrados.
Luego fue muy cuidadoso al salir. Entró a la cocina y vio a los mozos preparando bocaditos, sirviendo la comida en pequeños platos. Vio, lleno de terror, a uno que comía un pequeño triple con los dedos. Finalmente, cogió un cuchillo enorme para cortar carne y lo escondió dentro del saco. En la puerta se dio con una señora de pelo rojo que lo miró con extrañeza.
Pasó por la sala íntima. Escuchó un par de voces. Eran Marcela y Rafaela. Ambas parecían estar preocupadas. Pensó en algo sin importancia. Se quejó del mal gusto de Marcela por los cuadros de toreros, apretando con más fuerza la punta del cuchillo contra su ombligo. La araña que colgaba del techo era de pequeños cilindros y deformaba la luz haciéndola ver cónica.
Las escaleras estaban recién lustradas y todavía se podía oler el olor de la cera. Emprendió el recorrido con naturalidad. Por cada escalón que subía había un grabado japonés colgado en la pared. Al llegar al segundo piso sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo. Entró al segundo cuarto a su derecha.
Había una pared con un estante repleto de muñecos se felpa, un tocador con un espejo, cajones con ropa. Por la ventana se podía ver el jardín. El escalofrío se volvió un nudo en la garganta. Sus pupilas tardaron en adaptarse a la oscuridad. Empezó a ver luces de colores en las paredes. Dejó el cuchillo encima de la mesa y abrió un cajón.
En uno había chompas. En otro, ropa interior femenina. Abriendo el clóset había blusas colgadas y uniformes del banco en donde había trabajado Patricia. Un ruido en el jardín hizo que se agachara. La luz proveniente de los reflectores se filtraba por la ventana. Había gritos y aplausos. Los novios habían llegado. Esto le produjo un dolor en el estómago. Nauseas. Un retortijón es como una llave inglesa. Ahora tenía que bajar a toda prisa. Pero antes, el baño del segundo piso, la cabeza hundida dentro del escusado. Vomitó los restos del pimiento que había comido a regañadientes aquella tarde.

22.
Había un espejo al entrar a la casa, tal como lo dictaba el Feng Shui, y por ahí se miraba Luis, con su saco marrón y su camisa Oscar de la Renta. Le estaba echando un vistazo a su barbilla donde, a pesar de haberse afeitado aquella mañana, se asomaba una ligera sombra. Se había acabado la cena y ahora tenía la panza repleta.
Lola, con un cóctel de algarrobina en una mano, le dijo:
- Estás gordo.
Luis volteó sin hacerle caso.
- Estás gordo -repitió Lola.
Luis cogió su vaso de cerveza, que había dejado a un lado, y le dijo:
- ¿Y qué tiene?
- ¡Estás potón!
Lola empezó a reírse.
- Mira -le dijo Luis- a diferencia de ti, eso a mí no me importa.
- Mientes -dijo Lola.
- Igual estás jodida, porque la gordura viene de familia.
Lola dejó de reírse.
- Y tú también estás jodido -dijo ella, luego de otro sorbo de algarrobina.
- ¿Por qué?
- ¿Sabes qué otra cosa viene de familia? El desempleo.
- ¿De qué hablas?
- Sí. El desempleo y… el fracaso…
- ¿De qué hablas?
- Parece… que te vas a quedar sin chamba…
- ¿Cómo?
Lola tenía los ojos hinchados. Estaba hablando atropelladamente. Luis le quitó el cóctel de algarrobina con una mano y le preguntó:
- ¿De qué hablas?
- Dame mi maldita algarrobina.
- Lola…
- Va a cerrar, ¿OK? La planta. Ahora, dame mi trago.
- ¿Cómo lo sabes?
- Mi papá me lo contó. ¡Mierda! Se suponía que no le debía decir a nadie…
- No pueden cerrar la planta.
- La van a cerrar. ¿Te acuerdas de la chica que renunció porque la habían tocado en el baño? Pues parece que el papá de Coco no le hizo mucho caso, y eso a la chica no le hizo mucha gracia. Renunció a los días y demandó a la empresa. Ahora la demanda por abuso y discriminación sexual.
- ¡Mierda!
- Sí, ¿no le ves la cara a Sokolich? -Lola hizo una pausa y empezó a reírse-. La tiene como si fuera a reventar. Parece un globo rojo. Es que esto es lo mejor de todo… No le ha dicho nada a Bobadilla y ahora está ahí sentado, nervioso, viendo la manera de decírselo…
Lola siguió lanzando carcajadas. A Luis se le derramó un poco de cerveza en una de sus zapatillas marrones. Con la otra mano empezó a acariciarse la barbilla. Le dijo a su prima:
- No nos han dicho nada en el trabajo.
- Obviamente -dijo Lola.
- Deberíamos chantajearlo.
Lola cogió el vaso de algarrobina que le había quitado Luis, y le dijo:
- No, Luis. No hables así de tu tío.

23.
Rafaela estaba sentada en la mesa de las amigas de Marcela. Había comido un poco del asado almendrado y del camote dulce, dejando el arroz a la jardinera intacto. A un costado tenía una copa de champán y en el otro una tía lejana con la cara estirada. Todos hablaban de lo mal que andaba la juventud, de lo ordinaria que podía ser la ropa y de dónde se podía pasar una buena temporada de descanso luego de una cirugía estética.
A los recién casados les llovía una ráfaga de fotos. Los flashes salían disparados de las cámaras como municiones de luz. Los encargados de filmar la ceremonia inmortalizaban la escena. Rafaela, luego de comer con desgano, se estacionó junto a la puerta, abordó a Luis diciéndole lo mucho que odiaba a las mujeres con el síndrome de Gisela Valcárcel. Es decir, la voz ronca, el pelo amarillo, los ademanes exagerados, la risa impostada, la forma de decir: “ay, hija”. Pero sobretodo, los ojos grandes y azulados, la obsesión por las dietas y por llegar a los cuarenta años con las tetas grandes y firmes.
Luis, a pesar de estar atontado, sonreía con lo que decía Rafaela. Le contó lo que él llamaba síndrome de Estocolmo. Le dijo que la vida nos tenía secuestrados. Rafaela no entendió. Le dijo que el suicidio era el único sacramento del estoicismo. Rafaela no entendió. Finalmente, le dijo que la vida, en la mayoría de lo casos, resultaba ser una molesta piedra en el zapato. Rafaela no entendió, pero asintió para no desentonar.
- ¿Te parece que debería dejarme la barba? -le preguntó Luis, tocándose la barbilla.
- Todos los hombres deberían hacerlo.
- No sé. Tal vez a mí no se me vería bien.
- Antes -le dijo Rafaela-, cuando estabas con Patricia, usabas barba y te quedaba bien.
Luis lanzó una carcajada.
- Es cierto.
- ¿Ves? Me acuerdo de más cosas de lo que tú crees.
- Posiblemente -apuntó Luis.
- Te quedaba muy bien, parecías un oso…
Rafaela lanzó una carcajada.
- No te burles.
- En serio, te quedaba bien.
Luis sonrió.
- Lo llamaba la estética del desaliño, podía salir a la calle en pijama y decir que era la estética del desaliño…
- Ja, ja, ja…
- A Patricia le reventaba.
- Me imagino.
- Pero al final, ¿quién dice qué está bien y qué está mal?
- Es cierto.
- Patricia siempre decía que debía afeitarme. Pero luego, cuando lo hacía, me empezaban a salir pelitos en la cara que le hincaban y entonces no quería besarme en una semana.
- Era como un círculo vicioso -dijo Rafaela.
- Sí, porque luego me volvía a afeitar y digamos que estábamos bien un día a la semana.
- Lo recuerdo.
- Era una situación insostenible.
Rafaela agachó la cabeza.
- Yo me afeito -empezó Luis- los viernes o los sábados, tal vez el domingo, y al final de la semana estoy otra vez con la cara llena de pelos.
Rafaela asintió.
- Y dime, ¿cómo son ahora Patricia y Álvaro?
Rafaela hizo como que lo escuchaba, pero en realidad pensaba en otra cosa

24.
Álvaro se dirigió primero a donde estaban sus amigos del trabajo. Ellos lo miraban en silencio y negaban con la cabeza. Decidió no decirles una palabra. Cambió de dirección. Fue directo a donde estaba ella. Era arriesgado, pero no quería más contratiempos. Fingió una admirable sonrisa y le preguntó:
- ¿Qué crees que estás haciendo aquí?
- Tomo un poco de este daiquiri -dijo Almendra.
Álvaro ahogó un gruñido. Se sentó en una de las sillas de la mesa, que estaba vacía y que habían ocupado sus compañeros del trabajo. La banda estaba tocando una canción larga que era, eso pensaba Álvaro, de Chichi Peralta, pero que en realidad era una versión lenta de “Te hecho de menos” de Kiko Veneno.
- Te dije que no vinieras.
- Me llegó una invitación, ¿te acuerdas?
- Te dije que no vinieras -susurró Álvaro.
Almendra sonrió.
- ¿Y perderme la gran boda?
Almendra cogió la sombrilla de su daiquiri, que en verdad era un mondadientes, y la rompió en dos. Se mojó un poco los labios, para disimular que le dolía en el alma aquella ruptura, que mañana no tendría claro qué hacer con su vida. Volver al trabajo no era una opción. Renunciaría. No estaba dispuesta a ser la amante de un hombre casado.
- Escucha -le dijo Álvaro-, quiero que agarres tus cosas y te vayas…
Sin darle lugar a réplica, Álvaro se puso de pie y se perdió entre las pocas personas que bailaban merengue en la sala. Almendra acarició el buqué, pensando en lo que estaría haciendo aquella noche si no hubiera decidido ir. Su vida era mucho más aburrida de lo que ella estaba dispuesta a aceptar. Se puso de pie, con el buqué en la mano, caminó debajo del toldo siguiendo a Álvaro y entró a la sala con el rencor propio de una mujer engañada. De inmediato se dirigió a donde estaban ellos, los amigos de Álvaro. Abogados con ternos Georgio Armani. Se detuvo en seco. La canción había acabado. Ellos la miraban aguantando una risa. Almendra podía estar despeinada, o medio borracha, o tal vez enseñaba demasiado las piernas y se le veía el calzón, rojo, que se había puesto aquella noche esperando acostarse con alguien. Cuando divisó a los novios, ellos estaban siendo filmados por la cámara digital de Lola. Se acercó un poco más hasta donde estaban ellos, con una mueca de dolor en la cara, y le zampó un golpe a Álvaro con el buqué. Las flores blancas salieron volando junto con los azahares. Álvaro se cubrió el rostro. Almendra se puso a gritar y empezó a golpearlo. Luis alcanzó a decirle a Coco, que estaba un poco descompuesto:
- ¡Qué bonita familia!

25.
Aprovechó la confusión para subir corriendo las escaleras. Una vez en el segundo piso se deslizó hasta la última puerta al final del pasillo, donde estaba el baño de los Bobadilla. A diferencia del baño de visitas, el baño del segundo piso estaba hecho de mármol y el espejo llegaba hasta el piso. Como permanecía a oscuras, sus pupilas se dilataron y le costaba trabajo ver dónde lo había dejado. Buscó junto a escusado, donde había estado vomitando, y donde todavía se podía percibir el hedor del pimiento digerido. Encima del bidet, que también era de mármol, estaba el cuchillo, absolutamente intacto.
Escuchó que alguien subía. El bullicio de abajo se tranquilizó considerablemente. El escándalo provocado por la amante de Álvaro se había resuelto con una increíble rapidez. Junto con la gente que subía, logró escuchar que alguien lloraba. Supuso que sería Patricia. Escuchó que una puerta se cerraba. Se guardó el cuchillo cerca a la ingle, debajo del pantalón y de la camisa que dejó fuera. Se aflojó la corbata y se miró en el espejo, con una serenidad que él desconocía.
Se dijo a sí mismo:
- Eres un monstruo.
La puerta de Patricia se abrió y se volvió a cerrar con fuerza. Escuchó que los pasos no se alejaban, sino que más bien iban directo a su encuentro. La chica, Adela, que no era nadie en particular, y a la que sólo le habían dado ganas de hacer pis, abrió la puerta. Una sombra la empujó contra la pared. Le tapó la boca con una mano y con la otra sacó el cuchillo. Adela intentó gritar. Un rodillazo en la boca del estómago la dejó muda. Cuando se reincorporó, el corte en la yugular fue certero. Un chorro de sangre bañó el espejo del baño. Otro fino corte en el cuello aseguró su muerte. Adela sólo pronunciaba sonidos guturales, ahogados en un mar de sangre que brotada por su boca.
Su cuerpo empezó a convulsionar, como poseído por una descarga eléctrica. Empezó a dar tumbos por todo el baño, bañando con pintura roja las paredes, como si se tratara de una pistola de agua. Finalmente cayó en la bañera, dando patadas y botando todo lo que había a su paso.
La contempló con una frialdad que hasta entonces él desconocía. No sentía adrenalina, ni asco, ni nada. Se sentía hueco, sin emociones. Actuaba guiado por un impulso asesino. Sin saber qué hacer, abrió el grifo de la bañera, de la que empezó a salir agua caliente. Adela, más pálida de lo que ya era, tenía la boca abierta, como si estuviera sorprendida, y la mirada fija en el techo.
Pronto su aspecto adquirió un color púrpura. Los cortes en el cuello se hicieron visibles cuando el agua limpió las heridas. La bañera se volvió una especie de mar rojo, donde una chica vestida de blanco yacía dormida. Decidió prender la luz para ver cómo había quedado el baño. El foco parpadeó antes de encenderse, produciendo un sonido eléctrico. Las manchas de sangre eran chorros que pintura gruesa que dibujaban la pared como si fuera aerosol. El borde del espejo se había roto. La chica había chocado contra él en su abrupto recorrido hasta la bañera. El agua roja se empezó a rebalsar. Decidió cerrar el grifo.
Alguien tocó. Se sentó en el piso a esperar que se fueran. Siguieron tocando. Una voz, que parecía ser de Rafaela, empezó a llamar a su amiga:
- Adela, Adela. ¿Estás bien?
Se miró en el espejo. Tenía el pelo despeinado y sudaba a mares. Su terno estaba desarreglado y tenía una mancha de sangre a la altura del pecho. La camisa la tenía desabotonada. Decidió ponerse de pié y jugar su última carta. Los chorros de sangre que había en la pared empezaron a llegar hasta el piso. Abrió el grifo y se quitó la camisa. Cogió un poco de jabón y empezó a limpiarse.
- ¡Adela! -gritó Rafaela, intentando abrir la puerta- ¿Estás bien?
- Sí -gritó él.
- ¿Qué estás haciendo?
- Estoy limpiando -dijo, con la voz entrecortada, intentando sonar como mujer- mi vestido.
- ¿Qué?
- Estoy con la regla -dijo, mirando a su alrededor-, hay… demasiada sangre…
- Bueno -dijo Rafaela -, voy a estar abajo.
- OK -dijo él, luego de una tímida risita.

26.
Álvaro salió de la casa vistiendo su frac. Sus amigos lo siguieron. Almendra tenía el maquillaje corrido de tanto llorar. Balbuceaba palabras incoherentes, sonidos que no significaban nada. La cara de Álvaro era inexpresiva. Subió con algunos amigos a un Nisan del año. Otro amigo suyo la subió al carro de la empresa.
Álvaro miró las luces de la calle durante el recorrido. Ninguno de los que estaban ahí sabía qué hacer. Ambos carros se comunicaron por celulares. Acordaron ir hasta el malecón de San Isidro. En el auto había un whisky que Álvaro tomaba del pico, haciendo submarinos con el Lucky Light que fumaba. Siguió mirando las luces de la calle hasta que llegaron al parque de la Pera, bordeándolo con el Nisan del año.
Cuando llegó, Álvaro apagó el cigarrillo en el cenicero del carro y le dio un sorbo más a la botella de whisky. Uno de sus amigos, el que menos hablaba y el que había ido al matrimonio por puro compromiso, le dijo:
- Tranquilo…
Una vez afuera sintió la brisa que corría a toda velocidad por el malecón. Le chocó el doble, debido al whisky y a los cigarrillos que había estado fumando… Cuando llegó al carro, le pidió a su amigo que bajara la luna, tocando dos veces el vidrio con el aro de matrimonio.
Su amigo bajó la luna.
- Oye, vamos, está dormida -dijo su amigo-, no se acuerda de lo que pasó. Tomó demasiados daiquiris…
Álvaro rodeó el automóvil marrón. Abrió la puerta del copiloto y jaló a Almendra de uno de sus brazos. Ella respondió con un gesto de fastidio, rehusándose a bajar. Álvaro abrió la guantera del carro y sacó de ahí un revolver.
- ¡Levántate, perra…! -gritó, dándole golpe al techo del carro.
Almendra despertó. Sus ojos eran grandes y marrones. El maquillaje se le había corrido debido a las lágrimas, dando el aspecto dos ojeras enormes. Su amigo, el que manejaba, miró atontado la escena y atinó a encender la radio. Álvaro levantó a Almendra y la sacó del auto. Su vestido blanco a cuadros cayó al piso junto a ella, dejando totalmente al descubierto la parte trasera de su calzón rojo, que decía “KISS ME”. Ahí, en el piso, volvió a llorar. Álvaro le dio una patada en el estómago. Almendra respondió con un grito ahogado. Sus ojos brillaban de terror.
Álvaro levantó a Almendra del brazo y la llevó hasta la parte del malecón donde vuelan cometas y hacen parapente. Un poste de luz los alumbraba desde lejos. Álvaro tenía la cara roja, su frac le daba un aspecto extraño. Parecía un inglés renegado apuntando al cielo con un revolver, insultando y golpeando a Almendra. Le gritaba que era una puta, que le había arruinado la vida. Almendra ya tenía manchas de sangre en la cara. Un golpe con el mango del revolver le rompió una ceja y le reventó un labio. Sus amigos le pidieron que pare. Álvaro no los escuchó. Almendra le preguntó por qué lo hacía. Álvaro respondió:
- Perra miserable…
Ahora ella estaba arrodillada. Botaba saliva mezclada con sangre por la boca. Álvaro decidió golpearla una vez más, en la espalda, con el arma en la mano, como había visto en películas de acción. Pero era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho. Era irremediable. Ahora le apuntaba con el revolver en la cabeza. Un amigo suyo le gritó:
- ¡Por favor, no!
Disparó una, dos, tres veces. El arma sólo hizo clic, clic, clic, como si tomaran una foto. Se sintió aliviado. Tiró el revolver al piso. Alrededor suyo, lo único que escuchaba era el molesto chillido de Almendra mientras lloraba y el sonido de las olas del mar.

27.
La imagen corría en cámara lenta. Almendra interrumpía abruptamente en la escena. Tenía el ceño fruncido y levantaba con uno de sus brazos el buqué. Álvaro la miraba con sorna. El buqué caía lentamente y le partía en dos la cara. Patricia, vestida con su vestido de novia, parecía estar confundida. Las flores decoraron la escena estrellándose contra Álvaro como mariposas de colores.
Estaban sentados en una mesa vacía. Repetían una y otra vez la escena en cámara lenta. Lola decía que se podía ver el instante preciso en que Patricia se daba cuenta de todo y empezaba a llorar. Era entre el cuarto y quinto golpe de Almendra. Escondieron la cámara cuando Rafaela llegó. Los ánimos andaban caldeados. Los rumores iban y venían. Poco a poco la gente había empezado a irse.
- ¿Qué están haciendo? -les preguntó Rafaela.
- Nada -dijo Luis.
Rafaela se sentó. Tenía un mal semblante en la cara. Sacó de su cartera un paquete de cigarros y un Zippo de metal. Prendió uno. Luego se quedó mirando a Luis como si fuera una estatua de metal. Lola guardó su cámara y le preguntó, acercándose:
- ¿Qué pasó?
Rafaela se encogió de hombros.
- La secretaria de tu primo.
- ¿Esa chica era la secretaria de Álvaro?
Lola separó las cejas. Miró a Luis divertida. Luis atinó a preguntar:
- ¿En serio?
- Así es.
Rafaela le dio golpes a su cigarro en el cenicero que había en la mesa. La banda se había puesto a tocar canciones de los ochentas, tal como lo dictaba el cronograma. Algunos amigos de la pareja decidieron pasarla bien. Se pusieron a bailar.
- Hace una semana le dijeron a Patricia que habían visto a Luis con una chica. No eran más que rumores. Le dijeron que era esta chica, Almendra. Su secretaria.
- ¿Qué le dijeron? -preguntó Luis.
Rafaela hizo un gesto. Su brazo estaba torcido y sostenía el cigarrillo con los dedos. Su boca estaba semiabierta. No quería hablar pero tenía cierta expresión en el rostro. Como en un estado de ánimo en el que ya todo le da igual.
Coco atravesó la sala con la camisa desabotonada. Su pelo estaba tan mojado que parecía recién salido de la ducha. Llevaba la corbata en una mano. Atravesó el jardín apresuradamente, como en estado de shock. Apenas llegó a la mesa, Lola le preguntó:
- Vaya, y a ti qué te pasó.
Coco tragó saliva. Tenía la camisa empapada y una enorme mancha roja en el medio. Se sentó en la mesa.
- Creo que estoy enfermo -dijo.
Luis le dio otro sorbo a su vaso de cerveza. Se quedó mirando la mancha roja en la camisa de Coco. El agua hacía que se le pegara en la piel. La banda tocaba ahora “Who can it be now” de Men at Work. La gente que bailaba se puso a saltar.
- ¿Qué te duele? -le preguntó Lola, sentándose a su costado. A Coco le colgaba la cabeza del respaldar de la silla. La miró fijamente y le preguntó:
- ¿Cómo?
- ¿Qué te duele? ¿La cabeza?
- No -dijo Coco-, creo que estoy con diarrea.
Rafaela apagó el cigarrillo en el cenicero. Luis la miró. Su ánimo había empezado a mejorar luego del incidente de la secretaria. A partir de entonces sólo dos cosas podían pasar: el altercado quedaba empequeñecido o hacía que la boda fuera un completo fracaso. Una tercera posibilidad no pasaba entonces por la cabeza de Luis.
- ¿Qué te pasó en la camisa? -preguntó Lola.
- Se me derramó un daiquiri -dijo Coco.
- ¿Qué es esto? -preguntó Lola, cogiéndole la panza.
- ¿Tú qué crees?
La banda empezó a tocar “Killing me softly”. Luis dijo: qué buena canción. Rafaela asintió con la cabeza. Se disponía a prender otro cigarrillo cuando la mirada de Luis la interceptó.
- Vamos a bailar -dijo él.
En el cuarto de Patricia la luz estaba apagada y se llegaban a ver las imágenes de un televisor. Rafaela se encogió de hombros y dijo:
- Sí, ¿por qué no?
Luis se la llevó. Empezaron a bailar. Era una canción lenta. Se abrazaron. Rafaela estaba demasiado inquieta. Luis empezó a llevarla. Le empezó a susurrar cosas al oído. Le preguntó por lo que había dicho ella hacía un rato, en el jardín. Rafaela negó con la cabeza.
- No sé qué me pasó -dijo.
- ¿Crees que lo de tu hermana y Álvaro se solucione?
- No lo sé. Patricia estaba destrozada. Cree que ésa mujer y tu primo han tenido algo.
Luis recostó la cabeza en el cuello de Rafaela. Rafaela cerró los ojos. Tuvo ganas de llorar.

28.
Álvaro se dirigió a la puerta iluminada. Tenía una bolsa de hielo en una mano. Le congelaba los dedos. Se preparó para lo peor. Entró al jardín. Se dirigió a donde estaba Marcela. Había menos gente de la que estaba cuando se fue. Marcela lo escudriñó mientras se acercaba.
- Siento lo que pasó, señora.
- Deja el hielo.
Álvaro se quedó mudo. Dejó la bolsa de hielo encima de una mesa. Se sintió ridículo. Se dio cuenta que había entrado al jardín cargando una bolsa de hielo.
- Es ella, mi secretaria. Cree que se ha enamorado de mí…
- Hablaremos de tu secretaria más tarde. Ahora sube. Patricia está en su cuarto.
Álvaro atravesó la sala. Mientras avanzaba, todas las miradas se posaron sobre él. Subió las escaleras saltando de dos en dos los escalones. De inmediato se dirigió a la segunda puerta a la derecha. Intentó entrar, pero la puerta estaba cerrada con llave. Le dieron ganas de orinar. Miró la puerta al final del pasillo, donde estaba el baño. No había tiempo para eso. Tocó la puerta dos veces con el aro de matrimonio. Dijo:
- Patricia, ábreme. Soy yo…
Pero Patricia no abrió. Álvaro pegó la oreja a la puerta. Escuchó el sonido de un televisor. Las risas de un programa cómico. Era como si Patricia no existiera. Álvaro cerró los ojos. Se preparó para lo que estaba por venir.
- Escucha, no ha sido mi culpa…
Álvaro se dejó caer. No tenía fuerza en las rodillas. Quería irse. Estaba a punto de hacerlo cuando la puerta se abrió. Álvaro se puso de pie. Patricia estaba a oscuras. Se había quitado el vestido de novia y ahora estaba tirado en el piso. Llevaba puesto un vestido gris. Su cara estaba pálida y tenía los ojos rojos. Sujetaba un libro en una mano.
- ¿Puedo entrar? -preguntó Álvaro.
Patricia enrojeció. Le lanzó una bofetada. Era la segunda vez que le pegaban así en la noche. Álvaro se quedó pensativo.
- ¿Eso quiere decir que no?
- Vete a la mierda -dijo Patricia, entrando a la habitación.
- Escúchame…
Álvaro la siguió. Cerró la puerta.
- ¿A dónde te fuiste?
- Salí, necesitaba sacar a pasear mi mente…
- ¡Te fuiste con ella el día de nuestra boda!
- Patricia, necesitaba arreglar ese asunto…
- ¡Qué asunto!
Patricia arrugó el rostro. Se puso a llorar. Álvaro se quedó quieto. Detestaba verla llorar. Se ponía fea. La masturbación es simple. Uno no se exige mucho a sí mismo. Si te peleas con una mujer, lo más probable es que diga que fuiste malo en la cama.
- Un asunto.
- ¿Te has acostado con ella?
Álvaro negó con la cabeza. Patricia siguió llorando. Arremetió con la misma pregunta otra vez. Estaba histérica.
- Te he dicho que no.
Patricia siguió con lo mismo. Álvaro volvió a negarlo. Ella sabía que él mentía. Álvaro sabía que estaba mintiendo. Parecía que todos lo sabían. Finalmente, Patricia terminó al borde de la cama. Tenía la cara oculta entre sus manos. Álvaro se sentó al otro extremo. Esperó que terminara de llorar para preguntarle:
- ¿Estás bien?
- No -dijo-. No debí casarme contigo.
- No digas eso, Patricia.
En el televisor estaban dando “Friends”. El sonido de las risas grabadas. Álvaro miró la pantalla del televisor inexpresivo.
- ¿Qué lees? -le preguntó.
Patricia se secaba las lágrimas.
- Es el libro de Luis.
Álvaro sonrió. Cogió el libro y lo abrió por la primera página. Buscó la dedicatoria. “A Patricia”. Luego leyó la primera línea del primer párrafo: “Había sido un invierno duro. Ella guardaba la esperanza de que pronto todo iba cambiar”.
- Conque el libro de Luis.
- Sí.
- Tremenda porquería -dijo Álvaro, tirándolo al piso-. Doscientas páginas de mala literatura, de palabras puestas al azahar, de oraciones mal escritas…
- Tú nunca podrías escribir nada, porque no tienes corazón.
- ¿De qué hablas?
- Nunca debí fijarme en ti.
- Deja de decir eso.
- Desde el primer día supe que iba a ser así.
- Luis es un perdedor. Se va a morir de hambre toda su vida.
- Por lo menos me dedicó un libro.
- ¿Y de qué sirve un libro?
Ambos se quedaron en silencio. La habitación era iluminada por la pantalla del televisor que cambiaba de colores. Nada más se escuchó la voz de Jennifer Aniston haciendo un chiste, las risas grabadas y la canción final de “Friends”.

29.
Marcela les pidió que dejaran de tocar. Se acercó discretamente a la banda y les pidió que tomaran un descanso. El vocalista, un trompetista canoso y retirado, levantó los hombros y dejó el escenario. Los demás músicos lo siguieron con desgano. Se sentaron en una mesa y se pusieron a comer.
Una vez sin música, Marcela pudo concentrarse mejor. Apenas se oían los murmullos de la gente y una especie de música de fondo de suspenso, que en realidad era su corazón, latiendo y latiendo al son de cómo iban las cosas allá arriba, en el cuarto de Patricia. Para amortiguar este molesto sonido, mandó a poner un disco de Miles Davis en el equipo, colocado estratégicamente en un extremo de la sala.
José Sokolich, por su parte, dejó de tomar. Se acomodó la corbata y se levantó en busca de Sebastián Bobadilla. Lo abordó sonriendo. Ambos sostenían vasos de whisky vacíos. En el de Bobadilla, sin embargo, aún sobresalían dos inmensos hielos sin derretir.
Sin decir una palabra, Bobadilla le sirvió más whisky de una botella que sacó de un minibar de madera tallada. Sokolich bebió más. Los chicos que habían estado bailando en la sala, tomaron sus cosas y se dirigieron a la puerta. El hombre de terno, que los había dejado entrar, los convenció para que se quedaran. Eran órdenes de Marcela.
- Bueno -comenzó Sokolich-, sé que no es buen momento para discutir esto, pero tenemos serios problemas en la planta textil…
Los ojos de Bobadilla se encendieron. Primero se pusieron grandes, como dos globos de agua a punto de explotar. En seguida separó las cejas, absolutamente blancas, en contraste con la negritud de su pelo. Se escuchó, en el segundo piso, una puerta que se abría y una bofetada limpia.
- Explícate -le exigió Bobadilla.
- Es sobre la mujer…
- ¿Qué mujer?
- La mujer.
En la sala, sonaba el disco “Kind of Blue” de Miles Davis. Lola y el hijo de Sokolich irrumpieron la sala haciendo un sonido molesto. Se pusieron a bailar dando saltos, incongruentes con el jazz, mientras Lola daba vueltas sobre su eje. Coco tenía la camisa medio desabotonada, su cabeza le seguía colgando del cuello, como si no le quedaran fuerzas para sostenerla, mientras su prima le daba vueltas que le provocaban náuseas. Coco logró distinguir a su papá.
Al otro extremo de la sala estaban parados Luis y Rafaela. Conversaban muy bajo, sin que nadie los escuchara. Su lenguaje no verbal los delataba. Había tensión entre los dos. Los dedos de Luis recorrían la cintura de Rafaela mientras hablaban. Todo esto hizo que Coco perdiera el control y cayera al piso.
Se escucharon risas. Unos pocos aplaudieron. Sokolich caminó directo hasta donde estaba su hijo y lo levantó. Le dijo que había bebido demasiado y lo mandó a esperar al carro. Coco negó con la cabeza diciendo que estaba muy bien.
Su mamá le dijo:
- Estás hecho una mugre, ¿qué te ha pasado?
- Se me derramó un daiquiri, ¿OK? Sé que parece sangre… pero no es sangre.
Coco hablaba con los ojos muy achinados. Tenía el pelo despeinado y la camisa abierta. Abajo, al borde del pantalón de su terno, tenía una mancha negra que, según afirmó, tampoco era sangre. La siguiente media hora, hasta que se hiciera medianoche, Coco se dedicó a pernoctar, con el cuello doblado y la cabeza colgando del respaldar de una silla.
Sokolich llamó a Luis. Rafaela le lanzó una de aquellas miradas. Luis la contempló alejarse mientras atravesaba la sala. Sokolich tenía medio vaso de whisky en la mano y su aliento era narcotizante. Luis saludó a Bobadilla como quien no quiere la cosa y prestó atención a lo que le preguntaron:
- ¿Qué pasó exactamente con Rita?
- ¿Rita? -preguntó Luis.
- Sí -dijo Bobadilla-, la chica a la que supuestamente violentaron en el baño de la empresa.
Luis suspiró. Aquello le olía a dos cosas: su sentencia de muerte o la lejana posibilidad de que su parentesco político con Sokolich lo salvara. A fin de cuentas, ¿quién quería realmente seguir trabajando en la planta textil? Aquella pregunta, más que una pregunta, era una constante…
- ¿Violentaron? La verdad, yo aquello lo supe de segundas voces. Yo trabajo en control de calidad, y por lo que tengo entendido… -se arriesgó Luis- el asunto con Rita fue más que un asunto laboral…
- ¿Cómo es eso? -preguntó Bobadilla.
- Rita era la única empleada mujer que teníamos en la planta. Aquello, como ustedes saben, perturbaba un poco a los demás trabajadores. Tomen en cuenta -Luis enfatizó- que sólo había un baño en la empresa. Rita tenía que lidiar con urinarios todo el día, y sin embargo, llevaba trabando ahí más de tres años, desde que abrió la planta…
- Al grano -dijo Bobadilla.
- ¿Cómo?
- Deja de hablar como abogado…
- Escuche -Luis alzó la voz- yo no soy mi primo.
Sokolich se sobresaltó.
- Era una pregunta simple.
- No. No lo era -Luis miró el interior de la sala. Rafaela se había sentado en uno de los sillones y se había encogido en posición fetal-. Lo que les trataba de decir era que si Rita había seguido trabajando en la empresa, debía de tener sus motivos. La primera versión que escuché era que Rita no había sido violada por un grupo de trabajadores de la empresa, sino que alguien la había golpeado el estómago provocándole un aborto.
Miles Davis siguió sonando. Los labios de Sokolich se habían cuarteado debido al alcohol. Bobadilla asentía con la cabeza. Luis sonreía. Dijo, para rematarlo:
- Si quiere un abogado, hable con su yerno.

30.
Álvaro, cuando era presidente del comité estudiantil, estuvo con una chica de pelo marrón y chompa celeste que estudiaba periodismo. Él siempre la llevaba consigo, como una extensión suya, muy orgulloso de su buen gusto para elegir mujeres. Pero luego algo pasó. Álvaro descubrió que Mariana estaba viendo a un tal Carlos. Ella nunca supo cómo explicárselo y al poco tiempo terminaron.
Todo esto se lo contaba el amigo de Álvaro a Almendra, mientras una enfermera le inyectaba un antibiótico en un brazo. Almendra tenía la mitad de la cara hinchada. Su vestido a cuadros estaba sucio, con manchas verdes y rojas. Tenía enredado en el pelo pequeñas ramas secas de pasto. Él la había llevado a Emergencias en el carro de la empresa
Al principio, Álvaro no hizo mucho ruido. Siguió con aquella expresión que tiene en la cara, tan seria, mientras continuaba con los cursos y proyectos que tenía en mente. Al poco tiempo dejó de ser presidente del comité estudiantil de la facultad, y cedió el paso a otros chicos de segundo o tercer año. Consiguió prácticas profesionales. Hablaba mal de Mariana cada vez que podía. Una noche, Álvaro y sus amigos fueron a la fiesta de cachimbos que organizaba el comité estudiantil. Era la época de la cocaína, y Álvaro y sus amigos andaban desde temprano con eso. Una vez en la fiesta, las luces multicolores bañaban la mesa donde estaban sentados. Era un local de Miraflores frente al parque Kennedy. Álvaro se sentó al borde de una de las ventanas. Desde ahí se podía ver el parque. Después de un rato, vio a Mariana con un chico en la puerta. Sin pensarlo dos veces, dio un enorme salto y cayó junto a ellos.
- Hola, ¿cómo estás? -dijo Álvaro.
Mariana arrugó el rostro. El chico, que era un tipo más bien bajo, se presentó como Carlos. Álvaro les mostró una admirable sonrisa. Mariana tragó saliva. Álvaro ofreció hacerlos entrar gratis. Movió sus influencias y lo hizo. Una vez adentro, los amigos de Álvaro bailaban el paso de Robocop mientras reían y mostraban sus encías a quienes estaban dispuestas a verlas. Una vez avanzada la noche, Álvaro se sentó en la mesa de Mariana y empezó a gritarle a Carlos. Su expresión era otra. Se había convertido en otra persona muy diferente a quien solía ser. Tuvieron que separarlos. Fue un conato de pelea. Lógicamente, Mariana y su novio se fueron al rato.
El amigo de Álvaro le terminó de contar la historia en la cafetería de la clínica. Almendra parecía entretenida. El amigo de Álvaro adelantó la historia hasta las cuatro o cinco de la mañana de aquella noche, cuando fueron en carro hasta a la casa de Mariana. Todos estaban demasiado acelerados. La sonrisa de Álvaro era retorcida. Había algo malicioso en él que ocultaba la mayor parte del tiempo y que salía a flote sólo en situaciones como ésa. Dejaron el carro prendido y Álvaro bajó. Caminó hasta la puerta con la camisa afuera y el pelo mojado debido al sudor. El corazón de todos latía con fuerza. Álvaro tocó el timbre. Los demás pensaron que lo hacía nada más por molestar. Álvaro cogió una enorme piedra y la lanzó contra una de las ventanas. El sonido hizo que algunas luces se encendieran. Un perro empezó a ladrar. Álvaro corrió y se metió al carro. Le gritó al que conducía:
- ¡Acelera!
El auto quemó llantas. De pronto todos estaban muy excitados. Le preguntaban a Álvaro qué había sucedido. Álvaro no paraba de reírse. Parecía muy divertido. Su cara estaba absolutamente pálida y su sonrisa, más que retorcida, estaba ahora fuera de control. Después de eso el amigo de Álvaro no recordaba nada más. Se supone que siguieron tomando whisky en casa de uno de ellos hasta que se hizo de día.
- ¿Álvaro tiene doble personalidad? -Preguntó Almendra.
- No lo creo. Simplemente es como es.
- ¿Y qué pasó con Mariana?
- Bueno, al día siguiente llamó a la casa de Álvaro. ¿Alguna vez has conocido a sus papás? Son como dos cuerpos carentes de sentido. Hablan poco. Al principio, pensé que Álvaro era callado por eso. Luego me di cuenta que no era callado…
Almendra movía la cucharita dentro de su taza de té sin ganas. No podía comer nada. Tenía moretones en la cara, un diente destrozado y estaba llena de analgésicos. Llevaba ventado uno de sus brazos. Le recomendaron que se lo colgara de un pañuelo.
- ¿Y qué pasó después? -Preguntó Almendra.
- Álvaro dio rienda suelta a su cinismo. Su mamá sólo sabía que había llegado a las cuatro de la tarde.
- ¿Nunca lo denunciaron?
Almendra le dio un sorbo a su taza de té caliente.
- No habían pruebas de nada.
Almendra agachó la cabeza. Todo lo que había pasado la había dejado sobria. El amigo de Álvaro no dejaba de mirarla. Almendra se sintió mal. Tenía un enorme agujero negro en el estómago que se lo tragaba todo. Después de un rato de silencio, Almendra empezó a llorar. El amigo de Álvaro, en terno, la abrazó. Cuando se fueron de ahí, la cafetería seguía vacía.

martes, agosto 08, 2006



11.
Lo primero que hizo Rafaela fue mirar el jardín de su casa. Aquel toldo les impedía ver la luna. La ceremonia había sido pesada. Rafaela sentía una inexplicable tristeza sólo comparable con la que sentía aquellos días depresivos, que llegaban y se iban sin que nadie los llamara.
Marcela había planeado mantener el cuarto de su hija intacto, no moverle ni un peluche, y mandarlo a limpiar siempre, para que el polvo no se trague las cosas, así como pasa con nuestro cerebro. A todos les gustaba la idea. Rafaela intuía que poco a poco podía ir apoderándose del cuarto de su hermana. Tal vez era un deseo oscuro, pero era un deseo al fin y al cabo. Además, cuando eran niñas, las cosas que Patricia ya no usaba solían pasar a ser de Rafaela. Nunca nadie se había quejado de eso, excepto en una ocasión, en la que Patricia se lo sacó en cara, durante una pelea.
Toda la fiesta era una cachetada a la pobreza y eso parecía molestarle un poco. Rafaela siempre había querido un cuarto que diera al jardín. Se echó en la cama y prendió el televisor. La luz del jardín empezó a entrar por la ventana, el televisor empezó a hacer formas indescriptibles en el techo de la habitación. Rafaela quiso envolverse con el cubrecama, pero prefirió no dejar ningún rastro.
Evitó quedarse dormida. Tenía que estar atenta por si llegaba la limosina. Bajar y quedarse despierta hasta las cuatro o cinco de la mañana, hasta que el último infeliz borracho se largara a su casa o a morir en algún parque.
Le dio pena darse cuenta que Patricia se casaba. Sintió las pisadas de alguien que subía por las escaleras y una puerta que se abría. Logró echarle un rápido vistazo al televisor prendido y notar que estaban dando el programa cómico de los sábados. Supo que era Marcela por la marcha de los tacos. Cuando se abrió por fin la puerta, un halo de luz le cayó directo a los ojos.
- ¿Qué haces aquí? -preguntó Marcela.
- Sólo estaba descansando…
- Baja de una vez -dijo-. Y pásate un peine.
En ése instante el cuarto de Patricia le produjo a Rafaela una sensación extraña. Recordó haber estado ahí una vez, cuando era niña. Hacía tiempo que no lo recordaba, pero aquel cuarto no era de Patricia, sino de la abuela.
- La abuela -dijo Rafaela, en voz baja, casi gutural, mientras caminaba al tocador de su hermana en busca de un peine-. No había pensando en la abuela desde hacía tiempo. -Cogió un cepillo y empezó a peinarse. Se preguntó porque no tendría el pelo rubio y casi seda que había tenido su abuela-. Pobre abuela -dijo por fin-, hace tiempo que no pensamos en ella.

12.
Los lunes por la mañana escuchaba radio y ése parecía ser el momento más productivo de la semana. Las largas épocas de bloqueo las solía pasar haciendo dominadas en su cuarto con la televisión prendida. Más de una vez perdió el control -no era muy hábil que digamos- y la pelota fue a dar contra los casetes, los discos y la ventana.
Una calurosa tarde de verano, mientras se lavaba los dientes, tuvo la idea que había estado esperando desde hacía tiempo. Era el plan perfecto para un asesinato. Cada posibilidad desembocaba en otras alternativas que, al multiplicarlas entre sí, daban verdades absolutas.
A pesar del nombre de su libro y de los temas que abordaba, Luis nunca pensó en matar a nadie. La imagen del asesinato la tenía grabada en el cerebro desde mucho antes de que la escribiera. Porque cuando decidió hacerlo ya era invierno, habían pasado tres años y había terminado con Patricia.
Entonces se sentó a esperar que las ideas llegaran. Decidió retratar primero la idea original, una suerte de triángulo amoroso en la que la principal implicada es una estudiante lesbiana y fea, cuya irrefrenable pasión hacia una chica que no le corresponde termina causando un asesinato múltiple, planeado con sumo cuidado durante noches en vela.
Al tiempo que pasó con Patricia le empezó a llamar síndrome de Estocolmo. No entendió de dónde había sacado la estúpida idea de que con esfuerzo y buenas intenciones se podía tener éxito en la vida. Sintió que la forma de ser de Patricia lo había estado contaminando.
No es que Luis huyera de la realidad, simplemente no quería enamorarse de ella. Siempre había intentado conocer otros mundos y sabía que estaba atrapado en uno sólo. Comprendió también que había estado evadiéndose todo ese tiempo, con pedazos de realidad que entraban por sus ojos cada vez que veía a Patricia. Pensó que la lesbiana tenía que ser más o menos como él. Una chica que, al no ser bonita, busca la belleza en otras personas.
Para escribir esto necesitaba concentrarse. Decidió, entre otras cosas, dedicarle el libro a Patricia. Después de todo, ella había sido su enamorada y era bueno que hubieran terminado en las condiciones que lo hicieron: sin llanto, sin sobresaltos, sin arrepentirse un sólo instante por nada. Luis sentía que las cadenas que lo ataban a la realidad eran por fin rotas.
Cuando Patricia lo buscó, Luis pensó que le pediría volver. Hacía tiempo que no se veían. La gente pensaba que Luis andaba metido en drogas, o cuando menos, profundamente deprimido por su reciente ruptura con Patricia. La verdad era que la pasaba bárbaro. Cada día se identificaba más con su personaje, la estudiante, y los problemas que ella enfrentaba.
Patricia parecía contenta escuchándolo hablar de todo aquello. Sin embargo, Luis estaba gordo y feo. La estética del desaliño le parecía a Patricia algo sumamente púber. Una vez que la luz se apagó, decidió contárselo.
Luis se quedó mudo. Aunque no tenía intención de hacerlo, las ideas de volver con Patricia se fueron al agua. El hecho de que Patricia y su primo estuvieran juntos, le produjo a Luis una sensación horrible en el estómago. Tuvo ganas de pararse e irse, o ir corriendo al baño a vomitar. Pero no lo hizo. Se quedó ahí sentado y esperó a que acabara la película.

13.
Desde la ceremonia, Coco Sokolich le había echado el ojo a Rafaela Bobadilla. Pero ahora ella no estaba por ningún lado. Ciertamente, era como si hubiera desaparecido. Poco a poco, la sala se fue llenando de gente y lentamente los Sokolich fueron relegados a una esquina.
Lola había llegado con Luis y ambos se habían quedado en el jardín. Desde donde estaba Coco, podía escuchar el jazz que salía de un equipo colocado estratégicamente en un extremo de la sala. Se preguntó si Rafaela habría subido al segundo piso. Recordaba haberla perdido de vista entre las escaleras y la puerta que da a la cocina. No podía estar en la cocina, porque de ahí salían los mozos, aunque era una posibilidad.
Decidió no moverse de donde estaba. Su papá se fue corriendo apenas apareció Bobadilla con un whisky en la mano. Algo muy parecido pasó con su mamá, que se sentó en la mesa donde estaba Marcela. Coco pidió un vaso de cerveza y esperó parado junto a la escalera por si Rafaela bajaba.
- ¿Y esa cara? -fue lo primero que dijo Lola cuando lo abordó.
Coco estaba en un estado parecido a la inconsciencia, sentado en el primer escalón y mirando el interior de su vaso de cerveza vacío. No se le ocurrió decir nada. Escuchó una voz de más. Levantó la cabeza y vio a Luis.
Esa noche, Coco estaba particularmente desganado. Luis dijo algo sobre salir a la calle a comprar cigarrillos. Coco siguió con la mirada fija en su vaso de cerveza vacío. Lola preguntó con un tono muy irritante:
- ¿Afuera? ¿Para qué?
Coco no se había percatado antes, pero el vestido de su prima era verde y ridículo. Había empezado a sonar música de salón, o algo parecido a Norah Jones. El bar improvisado del jardín lucía cada vez más repleto. El terno que traía puesto Luis consistía en un saco marrón y un pantalón negro.
- No venden cigarrillos por acá -le increpó Lola.
- ¿Cómo sabes? -preguntó Luis.
- Por aquí no hay bodegas y los quioscos cierran temprano.
- Pero hay un grifo a unas cuadras.
Coco levantó los hombros. Con un gesto en la cabeza, se paró y se fue. Una vez en el jardín, sintió nauseas. Todo le empezó dar vueltas. Conforme avanzaba, las cosas empezaron a moverse cada vez más lentamente.
Se dirigió al bar.
- Hola -le dijo Rafaela.
Estaba apoyada en la pared y tenía un cóctel rojo en una mano.
- Hola. No te había visto -Coco le dio un beso en la mejilla.
Empezó a sentir más nauseas. Pidió una cerveza y se la sirvieron directamente de la chop. Con lo mareado que estaba, no se animó a decirle nada, y dejó que Rafaela se aburriera rápido.
- ¿Y cómo has estado? -preguntó ella.
- Parece que un poco enfermo.
Rafaela hizo un sonido con los dientes. Su vestido, azul oscuro, acentuaba la forma de su cuerpo. Coco no recordaba haberla visto nunca así. Es más, no recordaba que ninguna mujer le haya gustado tanto, excepto la misma Rafaela a la edad de quince años.

14.
Era la inauguración de la nueva planta textil de los Sokolich. La empresa se perfilaba como una de las más modernas y grandes del país. No era para menos, la economía se había vuelto a favor de las empresas grandes que apuntaban al exterior.
José Sokiloch y Sebastián Bobadilla se habían conocido en el colegio, habían compartido pupitre y alguna que otra aventura juvenil. Ya de viejos, cuando se les veía conversar, nunca faltaba un buen whisky a la mano. A mitad de los años noventa, Bobadilla pasó a ser dueño del 25% de la empresa textil de los Sokolich.
Esa noche, Coco llevaba el pelo corto y la voz chillona. No le había salido acné, pero ya faltaba poco. Era robusto por naturaleza y un poco callado. Tenía poco más de trece años. Caminaba entre los invitados luciéndose como el hijo del dueño. Junto a él desfilaban los trabajadores, correctamente uniformados, con identificación en la solapa.
Los invitados caminaban por la fábrica como si fuera un museo. Se podía mirar pero no tocar. Entre los trabajadores había una mujer. Según las cifras, tarde o temprano las trabajadoras mujeres quedarían embarazadas y eso significaba vacaciones pagadas, distracciones en el trabajo y un indeseable etcétera. Habían contratado sólo a una, disimulando el hecho de que habían caído en algo conocido como discriminación sexual.
Coco Sokolich logró distinguir a Rafaela Bobadilla vestida con una falda negra y una blusa del mismo color. Encima llevaba una casaca sport. La hija menor de Bobadilla se había vestido así para una fiesta a la que quizás no había querido ir. Tenía el ceño fruncido y estaba parada donde servían el ponche. Debajo de su falda llevaba unas medias de nylon y en los pies, zapatos chinos negros.
También logró distinguir a su primo de la mano de la otra hija de Bobadilla. Estaban a unos metros de Rafaela y parecían totalmente absortos de lo que sucedía. Comían bocaditos y Luis tomaba un poco de cerveza. El papá de Rafaela parecía tratarlo bien. Luis sonreía y apenas se había percatado de la presencia de su primo.
- ¡Coco! -le dijo apenas lo vio, tenía un triple chiquito en una mano y un vaso de cerveza en la otra.
- Vaya, esta fábrica sí que es enorme -dijo Patricia.
Llevaba básicamente lo mismo que Rafaela, pero en diferente color. Una falda crema y una blusa blanca. Tenía sujeto a Luis por el brazo, como los novios cuando dejan el altar. Al fondo, por las ventanas, sólo se veían máquinas y un par de cilindros enormes. El patio donde estaban era una suerte de zona recreativa. La empresa textil de los Sokolich apuntaba alto gracias al capital invertido por Bobadilla.
- Y bien, Coco -le dijo Luis- ¿eres consciente de que algún día heredarás todo esto?
Coco sonrió. No quería pasar su vida exportando productos textiles, pero podría ser un medio para llegar a Rafaela. Si se casaban, podrían vivir holgadamente y relegar cargos, es decir, vender algunas acciones. En pocas palabras, vivir sin trabajar. En una casa de playa al sur de la ciudad. Alejados de todo.
- No sólo yo -dijo Coco-, ellas también.
Patricia y Luis se dieron un beso. Luego desaparecieron al interior de la fábrica. Coco los alcanzó a distinguir por las ventanas donde se veían aquellos enormes cilindros. También se exhibía la producción textil.
- Bueno -comenzó Coco-. Rafaela, ¿no?
- Sí -dijo ella.
Coco llevaba puesto un terno negro. Rafaela seguía con el ceño fruncido. Todo esto le producía una falta de confianza a alguien que, debido a su edad, no tenía la más mínima confianza en sí mismo. Coco logró servirse algo de ponche.
-¿Cómo te va? -le preguntó Coco.
Rafaela, a pesar que llevaba una casaca sport encima, apretó los brazos contra su pecho, alimentando la imagen que tenía de desinterés por todo. Desvió la mirada y la dirigió al cielo raso, donde había un tragaluz.
- Bien -dijo Rafaela, después de un rato.
Coco decidió darle un sorbo más a su ponche y quedarse parado junto a ella un rato más. Desvió la mirada y logró ver un par de personalidades. Había una mujer horrorosa, con la cara toda estirada, llena de joyas. Un hombre gordo, vestido con un abrigo de piel y un par de fotógrafos de la prensa. Había una cámara de televisión que había estado filmado la ceremonia, pero que ahora descansaba en el piso.
Volvió a la carga y le preguntó a Rafaela:
- ¿Cuántos años tienes?
- Quince -dijo ella, bajando la mirada y dándole una rápida inspección. Parecía que no se daba cuenta con quien estaba hablando. Después de un rato, ella preguntó-: ¿Y tú?
- Yo tengo trece -dijo, orgulloso de no haber mentido. Por un momento pensó en decir catorce, la diferencia no era muy grande pero entonces se notaba.
- ¿Cómo te llamas? -le preguntó Rafaela.
- Jorge -dijo Coco.
Aquella pregunta no le sorprendió. Después de todo era él quien se había fijado en Rafaela y no al revés. Desde hacía mucho tiempo Coco le había seguido la pista a Rafaela Bobadilla y a escondidas había acumulado pensamientos desastrosos, es decir, desastrosos para él, sobre la supuesta vida que llevarían en común, que se resumía en un único beso.
- Ah -dijo Rafaela, sonriendo.
- ¿Qué pasa? -Coco también sonrió.
- Yo me acuerdo de ti.
- ¿En serio?
- Sí, hace muchísimos años. Fuiste una vez a mi casa. Jugamos a las escondidas. Bueno, no nos llevábamos muy bien qué digamos. Al principio nos peleábamos.
- Sí, me acuerdo.
- Pero nos divertíamos.
- Sí, no estaba muy acostumbrado a jugar con niñas.
- Yo tampoco a jugar con niños.
- Es raro.
- Sí -dijo Rafaela-, como si desde entonces supiéramos que la combinación entre sexos resultara explosiva.
- Es que lo es -puntualizó Coco.
- Tienes mucha razón.
- Sí -dijo Coco-, te acuerdas que estábamos…
- En la cocina. Y le tiraste un huevo a Patricia…
Coco y Rafaela rieron a carcajadas. Luego se quedaron callados un rato, como guardando fuerzas para más tarde. No había sido tan simple. Los tres se habían escabullido hasta la cocina y habían planeado preparar un pastel. Patricia, que era la mayor de los tres, había cogido seis huevos, como solía hacerlo su abuela, y los había manipulado. Sin darse cuenta, Coco tropezó con ella, y un huevo reventó.
- Vaya, no puedo creer que Luis esté con tu hermana.
- Sí -dijo Rafaela.
La expresión de su cara cambió. Coco logró percibir un poco de tristeza. Tras una de las ventanas, vio que Patricia y Luis se reían de algo y caminaban felices de la mano. Sin pensarlo un instante, Coco se dio cuenta que sus destinos estaban maliciosamente conectados. Se preguntó qué fuerza sería ésa que une y desune a las personas a su antojo.

15.
La limosina se alejó rápido del Parque del Amor. Patricia había insistido en pasar por ahí pero en no bajar. No quería hacer el absurdo recorrido que hacen los recién casados de clase media. No quería hacer luz su vestido, ni tomarse las fotos. Odiaba la fiesta que la esperaba en su casa. Ya no se sentía gorda, y en ése sentido, Álvaro había hecho un buen trabajo.
- Vinieron todos tus amigos -dijo él.
A pesar de que tenía un montón de cosas en la cabeza, Patricia decidió cerrar los ojos y disfrutar el recorrido. Al principio la idea de la limosina le había parecido terrible. Sin embargo había un vidrio oscuro que separaba a la pareja del chofer y eso le permitía estar a solas con su esposo. Se recostó sobre él, abrazándolo. El vestido le incomodaba, así que decidió sacárselo.
- Vinieron todos tus amigos -le repitió Álvaro.
Sostenía en una mano una copa de champán y miraba la calle. Constantemente le daba sorbos y parecía estar absorto en lo que hacía. Había una botella de champán en un pequeño balde de metal con hielo. Lo habían abierto riéndose a carcajadas apenas salieron de la Iglesia. Por primera vez en mucho tiempo, Patricia reconoció que su madre había tenido razón.
- ¿Pero qué haces? -le preguntó Álvaro.
Patricia le pidió que le desabrochara la espalda.
- Vamos, vamos -le dijo Patricia dándole la espalda, recogiendo su pelo para que se vieran los botones y la cremallera.
Álvaro lanzó una carcajada.
- No lo voy a hacer -susurró-, estamos en la calle.
Patricia hizo una mueca de fastidio y se reincorporó, cruzó una pierna con la de Álvaro y le dijo:
- No puedo esperar a estar a solas contigo…
Álvaro volvió a reírse. Pasaban por El Olivar de San Isidro. La limosina cumplía un estricto recorrido trazado por la mamá de Patricia. Álvaro sacó del bolsillo un estuche con sus lentes y se los puso. No era ciego, pero con los lentes podía ver todo con más claridad.
Pasó sus dedos por el cabello de Patricia y acarició el rostro. Las luces de El Olivar atravesaban el vidrio polarizado de la limosina. Patricia, sin pensarlo dos veces, se sentó encima de Álvaro abriendo las piernas. No sabía que estaba tan excitada. Se dejó llevar por lo que hacía su esposo.

16.
Lola sacó de su cartera una cámara digital y empezó a filmar la escena. Estaban parados formando un círculo. Coco se cubrió el rostro y Luis sonrió. Rafaela siguió fumando el cigarro de marihuana que tenía sujeto entre los dedos y que alguien, no recordaba quién, le había dado. Estaban en una esquina frente al Golf de San Isidro. Habían perdido el rumbo alejándose lo más posible de aquella puerta iluminada. Ahora estaban perdidos y a unos metros las copas de los árboles se habían vuelto negras.
Lola le hizo un primer plano a Rafaela y ella sonrió. Coco parecía estar incómodo con lo que sucedía. Lola era una boca floja. Parecía hacer todo lo posible por hacerlo quedar mal a él. Manipulaba la cámara y no parecía estar consciente de lo que hacía.
Luis y Rafaela parecían llevarse mejor cada minuto. Coco se preguntó qué clase de persona sería su primo. Rafaela no era una chica que fumara marihuana. Confesó haberlo hecho sólo una vez. Al rato advirtió que se quemaba los dedos. Lola lo registró todo en su cámara.
Una camioneta Luciérnaga pasó bordeando la calle de enfrente. Como casi no quedaba nada, decidieron botarlo y emprender el camino de regreso a la fiesta. La camioneta Luciérnaga encendió sus luces y empezó a bañar la calle de azul.
Una parte de Coco no lograba entender por qué había salido. Otra parte comprendía que sólo había seguido los pasos de Rafaela, arrastrado por el brazo de su prima. La idea de matar a alguien se le cruzó por la cabeza un instante, como parte de una fantasía que tenía cuando algo salía mal. Rafaela no parecía estar drogada, pero prestaba especial atención a todo lo que decía Luis:
- Dejé la universidad -decía-, por escribir una vez a la semana…
- ¿Y lo sigues haciendo? -le preguntó Rafaela.
- Creo que ya no.
Lola cogió del brazo a Coco y le preguntó si le pasaba algo. Lola siempre lo molestaba diciendo que era su primo preferido, por callado y por no intentar llamar la atención. Eran del mismo año, aunque Coco le llevaba seis meses. Cuando eran niños, jugaban a que se iban a casar. Con el paso del tiempo, aquel juego fue perdiendo mucha gracia.
Antes de llegar a la esquina, Lola advirtió a los que habían fumado que se echen gotas a los ojos. Pararon en seco. Lola abrió su cartera y sacó un pequeño pomo. Cerca a la fiesta, un chico ambulante vendía caramelos, chicles y cigarrillos. Luis fue corriendo tras él. Tuvo suerte y compró una cajetilla de Malboro rojo. Miró a Rafaela mientras ella se echaba gotas a los ojos, parpadeaba como en los dibujos animados y sonreía.

17.
Todo fluía con cierta normalidad hasta que una copa de champán cayó al piso. El sonido que hizo al romperse provocó que todos se callaran o voltearan a mirar a mirar que pasó. Unos pocos aplaudieron. El chico que había tropezado, uno con uniforme de mozo, se apuró en recoger los vidrios rotos guardándoselos en el bolsillo.
Luego todo volvió a la normalidad. Los invitados siguieron con lo suyo, los encargados del bar siguieron expidiendo licor a diestra y siniestra. Ramallo echó un vistazo al interior de la casa buscando a Lola. Su cuñado, en un intento por calmar su ansiedad, le dijo:
- No te preocupes, debe haber salido a comprar con Luis…
La limosina que llevaba a los novios se alejó de El Olivar y emprendió el camino hacia el Golf de San Isidro. Patricia se volvió a poner el calzón. Álvaro le dio un sorbo a su copa de champán. Habían hecho el amor muy pausadamente. El vestido de novia no dejaba hacer muchas cosas, pero se las habían arreglado. La penetración había sido corta, pero efectiva, alimentada por la sensación de estar a la intemperie. Ahora todo estaba estático. La limosina avanzaba como si flotara.
A Luis se le subió la adrenalina cuando Rafaela lo tomó del brazo al entrar.
- Adelante -dijo el hombre vestido de terno.
Después de todo, sin él, Álvaro y Patricia jamás se hubieran conocido. Luis llegó así a la conclusión de que no había por qué sentir repugnancia aquella noche. Rafaela y él podrían ser buenos amigos.
Se sentaron en una mesa vacía al final del jardín, prácticamente a la entrada de la recepción. Lola y Luis tenían los ojos hundidos y la expresión parca. Tomaron un par de cervezas al vuelo. Alguien había subido el volumen de la música y sonaba algo de The Carpenter. Mirando bien a los invitados, parecía que todos hablaran de lo mismo, articulando las mismas palabras.
- Bien -dijo Rafaela-, al parecer nos hemos sentado en la mesa de los amigos de mi hermana…
- ¿A quién le importa? -dijo Lola, sentándose-. Declaro esta mesa como la mesa de los primos.
- Pero yo no soy tu prima…
Lola levantó los hombros.
- ¿Dónde tienes que sentarte? -le preguntó Luis.
- Creo que con los abuelos…
- Vaya, qué aburrido -dijo Lola.
En la mesa del costado, todos hablaban en voz alta. Los bocaditos pasaban cada vez con menos frecuencia. Empezaron a salir platos con comida. Coco se escabulló de Lola, escapándose al interior de la casa en busca de un baño. Rafaela hizo algo muy parecido, al rato fue vista hablando con Marcela en una de las salas.
Sucedió muy rápido y nadie calculó exactamente cuánto tiempo pasó. Todos los invitados se aglomeraron en la entrada. La calle estaba iluminada con las luces del Golf de San Isidro y los carros estaban estacionados uno detrás de otro, a lo largo de toda la cuadra. La limosina logró entrar por un pequeño espacio y la puerta con lunas polarizadas se abrió.
Rafaela llegó tarde. Se acomodó entre de la multitud y vio cómo su hermana salía de la limosina radiante y despeinada, con su vestido de novia color marfil. Rafaela sintió un dolor en el estómago y se alejó. En la recepción, sólo quedaban los mozos y un cabizbajo Luis sentado en una silla.
- Ya llegaron… -dijo Rafaela, con voz cansina.
- Así es -respondió Luis.
- Sabes -le dijo Rafaela, mientras se sentaba-, nunca pensé que iba a ser así…
- ¿Cómo pensaste que sería?
Rafaela levantó la cabeza al toldo que era una suerte de cielo raso. Vio aquellos globos inflados a gas, sujetados por un delgado hilo que les impedía volar hacia la luna.
- Imaginé que yo tendría novio.
Luis lanzó una carcajada.
- Y pensé que tú te casarías con ella.
- Vamos -Luis negó con la cabeza-, pudo ser peor.
De pronto todos entraron a la casa y por una especie de piñata cayeron flores que bañaron a los novios. Todos los felicitaban y hablaban en voz alta, mientras las cámaras les disparaban fotos y algún encargado filmar la escena tenía un aparato que despedía una luz blanca. Empezaron a avanzar hacia el jardín.
Patricia sonreía mientras sostenía su buqué.

18.
Después de un tiempo le empezaron a parecer dos realidades distintas. Más que dos amores o dos momentos de su vida, Patricia tomó aquellas dos relaciones y las transformó en realidades paralelas. En una vivía una Patricia que parecía haberse extinguido, pero que sobrevivía en algún lugar de su imaginación. En la otra, por el contrario, vivía una Patricia que planeaba casarse y formar una familia.
Con el pasar de los años Patricia terminó extrañando a Luis de manera permanente, casi como un estado de ánimo. Álvaro resultó ser una versión alternativa, como otro personaje de un mismo cuadro. Durante un tiempo, Patricia soportó vivir sin Luis hasta convertirlo en un mal karma, en una palabra impronunciable. Mientras fue enamorada de Álvaro, hubo una regla tácita: imposible abordar ése tema. Patricia parecía mostrarse especialmente sensible con eso.
Para los preparativos del matrimonio, Luis seguía provocando controversia. Si bien faltaban varios meses para la boda, las invitaciones tenían que mandarse a imprimir y enviarse con anticipación. El conflicto los agarró una noche con las invitaciones y los sobres en la mesa.
- Podemos enviárselas a toda la familia y ya está -dijo Marcela-. Al final, Luis no se ha casado, ni se ha ido a vivir sólo, creo que ni siquiera tiene novia -y lazó una carcajada-. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
- Ése no es el punto -dijo Rafaela-. Patricia, si no hubieras estado con Luis jamás hubieras conocido a Alvarito…
- Tienes razón -dijo después de un rato-, hay que enviarle una a él.
- Pero Patricia…
- Es un gesto, mamá…
Sus recuerdos la situaron en una lejana tarde de invierno. Tenía diecinueve años. Hacía frío y estaba sola. Recordó una tarde parecida pero en otro tiempo, quizá en otra realidad, donde un guapo y delgado joven, vestido con una camisa azul y una sonrisa en la boca, le dijo para salir a pasear.
Marcó el número y esperó a que le contestaran. Sus senos estaban hinchados y tenía acidez en el estómago. Estaba con la regla. Cada timbrazo significaba una ola de adrenalina en su cuerpo. Cuando colgó, se sintió más sola que nunca. Tuvo ganas de llorar.
Adentro suyo, algo se moría.

19.
Los recién casados bailaban un vals y tenían una media sonrisa dibujada en el rostro.
- ¿Estás leyendo algún libro? -le preguntó Luis.
Rafaela negó con la cabeza.
- Creo que no leo nada desde que estaba en el colegio. ¿Y tú?
- Estaba leyendo a Patricia Highsmith, “Dos extraños en un tren”.
Rafaela asintió.
- ¿Y qué tal es?
- Más o menos.
Rafaela lo miró. En realidad, pensaba en otra cosa. En la sala, los recién casados terminaron de bailar. El círculo se cerró. La gente empezó a transitar. Se produjo un silencio incómodo que perturbó a todos.
Rafaela y Luis hablaban en murmullos:
- ¿Y de qué se trata?
- Bueno, trata de dos extraños que se conocen en un tren.
- ¿En serio?
- Aja.
- ¿Y después qué pasa?
Algunos se acercaron a saludar a la novia. Parecía difícil llegar hasta donde estaban los recién casados, pero algunos se aventuraban. Alguien llamó a Rafaela para que intentara atrapar el buqué, pero ella negó con la cabeza. Le volvió a preguntar a Luis:
- ¿Y después qué pasa?
- Bueno. Cada uno decide matar al enemigo del otro.
- ¿Cómo así?
- No sé, creo que conversaban y salía el tema de la nada.
Rafaela lanzó una carcajada.
- ¿Sabías que eres realmente gracioso?
Luis asintió.
- Sí, no sé cómo tu hermana me puso cambiar por el idiota de mi primo…
Otra de las amigas de Patricia se acercó hasta donde Rafaela y le dijo que todas las chicas estaban listas para atrapar el buqué. Rafaela negó con la cabeza, tomó a Luis del brazo y se lo llevó hasta el jardín. Pudo ver que las solteras se habían arrimado a un extremo de la sala.
- ¿Qué sucede? -le preguntó Luis.
Rafaela habló apresuradamente. Luis enmudeció. En la sala, Patricia le dio la espalda al grupo donde estaban paradas sus amigas solteras. Entre ellas se encontraban amigas del colegio y de la universidad, junto a Lola y otras chicas. Excepto Rafaela.
Patricia se rehusó a tirar el buqué sin su hermana en la fila, así que la mandó a traer con Marcela. Una vez que Rafaela estuvo ahí, el buqué voló por los aires hasta caer directo en las manos de una chica rubia con mirada tonta.

20.
Cuando Almendra cogió el buqué, se lo enseñó a todos gritando:
- ¡Lo atrapé! ¡Me voy a casar! -Mientras daba pequeños saltos. Tenía un vestido blanco a cuadros que le llegaba a la cintura. Algunos aseguraron haberle visto el calzón. Era rojo.
Luego de coger el buqué, se dirigió hasta donde estaba Álvaro y le dijo:
- ¡Lo atrapé!
Almendra trabajaba con él en un estudio de abogados, formado por un grupo de amigos salidos de la facultad. Almendra había estudiado secretariado bilingüe y fue aceptaba luego de mostrar por la oficina sus dos fabulosas piernas. Toda su vida había sido una versión de la ruca del barrio. A primera vista pasaba desapercibida. Su aspecto no la favorecía, tenía el pelo pintado y la mirada desorientada. Su relación con Álvaro sobrepasó lo laboral una tarde de verano, cuando le mostró la parte bilingüe de su secretariado. Desde entonces el trabajo dejó de ser tan monótono para ambos. Almendra se pasaba las tardes sentada limándose las uñas, esperando que Álvaro la saque a pasear.
A él le gustaba la displicencia con que Almendra se dejaba hacer el amor. Había cosas que le hacía en la cama de las que ni siquiera se atrevería a hablar con Patricia. Una noche, mientras regresaba de un night club con dos amigos y un travesti en el coche, se dio cuenta de lo que había pasado. Había perdido el control. Lo que hacía un año era un romance clandestino, una aventura de oficina, para calmar el dolor del día a día, se había vuelto ahora una aventura descontrolada que podría acabar o no con su futuro matrimonio.
Un buen día, después de la faena de rigor en el hostal de turno, Álvaro tuvo la brillante idea de aclararle el panorama a Almendra. Le dijo que le gustaba estar con ella porque lo suyo era sólo sexo. Almendra respondió con un ataque drástico de insultos que no bajaron del maldito bastardo hijo de puta. Amenazó con contarle todo a Patricia. Luego se puso a llorar. Antes de que Álvaro cogiera su ropa y se fuera, Almendra dijo que iba a quitarse la vida y a dejar una nota suicida.
En el coche de la empresa Álvaro condujo como un zombi. La idea de ver su vida acabada antes de empezar lo mortificó siempre, pero ahora, a causa de sus debilidades, podía volverse realidad. Antes de llegar a la oficina, en el cruce de Javier Prado con Arequipa, sus dos amigos bajaron, se despidieron de él y caminaron por la avenida Arequipa dando tumbos. El travesti pasó al asiento del copiloto. Empezó a hablarle en voz baja, con un sonido ronco. Tenía el pelo largo, probablemente una peluca, tetas de mentira, una minifalda a la que le hacían falta unas caderas y unas botas de tacón alto. La luz de la calle se filtraba por el coche.

sábado, agosto 05, 2006

(Pasajes de un correo de Rachel Corrie a su familia del 7 de febrero de 2003)
Hace dos semanas y una hora que estoy en Palestina, y aún me faltan palabras para describir lo que veo. Me es extremadamente difícil pensar en lo que está ocurriendo aquí mientras me siento a escribir a Estados Unidos -algo sobre el portal virtual al lujo. No sé si muchos de los niños aquí han vivido jamás sin ver agujeros de granadas de tanques en sus muros y las torres de un ejército de ocupación que los vigila constantemente desde horizontes tan cercanos. Pienso, aunque no estoy totalmente segura, que incluso el más pequeño de estos niños comprende que la vida no es así por todas partes. Un niño de ocho año fue matado a tiros por un tanque israelí dos días antes de mi llegada, y muchos de los niños murmuran su nombre: "Ali" - o muestran los carteles que lo muestran sobre los muros. A los niños también les gusta llevarme a practicar el poco árabe que sé preguntándome "¿Kaif Sharon?" "¿Kaif Bush?" y se ríen cuando respondo "Bush Majnun" "Sharon Majnun" en mi pobre árabe. (¿Cómo es Sharon? ¿Cómo es Bush? Bush está loco. Sharon está loco.)
Desde luego, no es exactamente lo que creo, y algunos de los adultos que saben inglés me corrigen: Bush mish Majnun... Bush es un empresario. Hoy traté de aprender a decir "Bush es una herramienta", pero no creo que la traducción haya sido perfecta. Pero en todo caso, hay niños de ocho años que tienen más conciencia de cómo funciona la estructura global del poder de lo que yo sabía hace unos pocos años -por lo menos en lo que se refiere a Israel.
Sin embargo, pienso en que por más que leyera, por más que participara en conferencias, contemplara documentales y me lo contaran, nada podría haberme preparado para la realidad de la situación aquí. Uno no se la puede imaginar a menos que la vea, e incluso entonces uno tiene siempre conciencia de que la experiencia que se vive no es toda la realidad: ni hablar de las dificultades que el ejército de Israel enfrentaría si mataran a tiros a un ciudadano estadounidense desarmado, y el hecho mismo de que tengo dinero para comprar agua cuando el ejército destruye los pozos, y, por cierto, que tengo la opción de irme. Nadie en mi familia ha recibido disparos, mientras iba en su coche, de un lanza cohetes desde una torre al final de una de las calles importantes en mi ciudad. Tengo un hogar, puedo ir a contemplar el océano. En apariencia, sigue siendo difícil que me detengan durante meses o años sin juicio (porque soy una ciudadana blanca de EE.UU., a diferencia de tantos otros).
Cuando me voy a estudiar o al trabajo puedo estar relativamente segura de que no habrá un soldado fuertemente armado esperándome a mitad de camino entre Mud Bay y el centro de Olympia en un punto de control -un soldado con el derecho a decidir si puedo continuar, y si puedo volver a casa cuando termine con lo que tenía que hacer. De manera que si siento indignación cuando llego y entro brevemente y de manera incompleta al mundo en el que existen estos niños, me pregunto a la inversa, cómo se sentirían ellos si llegaran a mi mundo.
Ellos saben que a los niños en Estados Unidos generalmente no les matan a sus padres y saben que a veces llegan a ver el océano. Pero una vez que se ha visto el océano y se ha vivido en un sitio silencioso, donde el agua es algo normal y no algo que las aplanadoras roban durante la noche, y una vez que has pasado una velada en la que no has tenido que sorprenderte si los muros de tu casa no se derrumban repentinamente despertándote de tu sueño, y una vez que has encontrado a gente que nunca ha perdido a alguien -una vez que has vivido la realidad de un mundo que no está rodeado por torres, tanques, "asentamientos" armados asesinos y ahora un gigantesco muro de metal, me pregunto si podrías perdonar al mundo por todos los años de tu infancia que has pasado existiendo -sólo existiendo- resistiendo el constante estrangulamiento del cuarto ejército del mundo por su tamaño -respaldado por la única superpotencia del mundo- en su intento de obliterarte a ti y a tu hogar. Es algo que me pregunto sobre estos niños. Me pregunto qué ocurriría si de verdad supieran.
Después de toda esta divagación, se me ocurrió que estoy en Rafah, una ciudad de unos 140.000 habitantes, de los cuales aproximadamente un 60 por ciento son refugiados -muchos de ellos refugiados dos o tres veces. Rafah existía antes de 1948, pero la mayor parte de las personas que están aquí son, o son descendientes de, personas que fueron reubicadas aquí provenientes de hogares en la Palestina histórica -que ahora es Israel. Rafah fue dividida en dos cuando el Sinaí fue devuelto a Egipto.
Actualmente, el ejército israelí está construyendo un muro de catorce metros de alto entre Rafah en Palestina y la frontera, convirtiendo las casas a lo largo de la frontera en una tierra de nadie. Seiscientas dos casas han sido totalmente arrasadas según el Comité Popular de Refugiados de Rafah. La cantidad de casas que han sido parcialmente destruidas es mayor.
Hoy, mientras caminaba sobre los escombros, donde solía haber casas, los soldados egipcios me gritaron desde el otro lado de la frontera, "¡Vete! ¡Vete!" porque venía un tanque. Después me hicieron señas y preguntaron "¿cómo te llamas?". Hay algo inquietante en esta curiosidad amistosa. Me recordó hasta qué punto, en cierto modo, somos todos niños curiosos sobre otros niños: niños egipcios gritando a mujeres extranjeras que caminan en el camino de los tanques. Niños palestinos a los que les disparan desde los tanques cuando se asoman desde detrás de los muros para ver qué está sucediendo. Muchachos internacionales parados con pancartas frente a los tanques.
Los muchachos israelíes, anónimos, gritando ocasionalmente -y también a veces haciendo señas- muchos obligados a estar aquí, otros simplemente agresivos, disparando a las casas cuando nos vamos.
Además de la presencia constante de los tanques a lo largo de la frontera y en la región occidental entre Rafah y los asentamientos a lo largo de la costa, hay más torres del ejército israelí aquí de las que yo pueda contar -a lo largo del horizonte, al final de las calles. Algunas son sólo de metal verde del ejército. Otras son esas extrañas escalas en espiral envueltas en una especie de red para que la actividad en su interior sea anónima. Algunas ocultas, justo bajo el horizonte de los edificios. Una nueva fue erigida el otro día mientras íbamos a la lavandería y atravesábamos dos veces la ciudad para colgar letreros.
A pesar de que algunas de las áreas cercanas a la frontera son del Rafah original con familias que han vivido en ese terreno durante por lo menos un siglo, sólo los campos de 1948 en el centro de la ciudad son áreas controladas por los palestinos según Oslo. Pero, que yo sepa, hay pocos, si es que hay alguno, sitios que no estén dentro del alcance visual de una u otra torre. Ciertamente, no hay ningún sitio que sea invulnerable a los helicópteros Apache o para las cámaras de los aviones teledirigidos que escuchamos zumbando sobre la ciudad, a veces durante horas.
He tenido problemas para recibir noticias del mundo exterior, pero me dicen que una escalada de la guerra contra Irak es inevitable. Hay mucha preocupación aquí sobre una "reocupación de Gaza". Gaza es reocupada cada día de diferentes maneras, pero pienso que temen que los tanques entren a todas las calles y permanezcan aquí, en lugar de entrar a algunas de las calles y retirarse después de algunas horas o días, para observar y disparar desde los bordes de las comunidades. Si la gente no está pensando todavía en las consecuencias de esta guerra para la gente de toda la región, espero que comiencen pronto a hacerlo.
También espero que ustedes vengan acá. Hemos estado fluctuando entre cinco y seis internacionales. Los vecindarios que nos han pedido algún tipo de presencia son Yibna, Tel El Sultan, Hi Salam, Brazil, Block J, Zorob, y Block O. También se necesita una constante presencia nocturna en los suburbios de Rafah desde que el ejército israelí destruyó los dos pozos principales.
Según la oficina municipal de aguas, los pozos destruidos la semana pasada representaban la mitad del suministro de agua de Rafah. Muchas de las comunidades han solicitado que haya internacionales presentes de noche para tratar de proteger las casas contra más demoliciones. Después de las 10 de la noche es muy difícil transitar porque el ejército israelí trata a cualquiera en las calles como si formara parte de la resistencia y le dispara. Así que evidentemente somos demasiado pocos.
Sigo pensando que mi ciudad, Olympia, ganaría mucho y ofrecería mucho si decidiera comprometerse con Rafah en una especie de relación como ciudad hermana. Algunos maestros y grupos de niños han expresado interés en intercambios de correo electrónico, pero es sólo la punta del iceberg del trabajo de solidaridad que se podría realizar.
Mucha gente quiere que se escuche su voz, y pienso que debemos utilizar parte de nuestros privilegios como internacionales para que esas voces se escuchen directamente en EE.UU., en lugar de que suceda a través del filtro de internacionales de buena voluntad como yo. Estoy comenzando a aprender, de lo que espero sea una tutela muy intensa, de la capacidad de la gente de organizarse a pesar de todas las dificultades y de resistir a todas las dificultades.
Gracias por las noticias que he estado recibiendo de amigos en EE.UU. Acabo de leer un informe de un amigo que organizó un grupo por la paz en Shelton, Washington, y que pudo participar en una delegación a una gran protesta del 18 de enero en Washington DC.
La gente aquí consulta los medios informativos, y volvieron a contarme que ha habido grandes protestas en Estados Unidos y "problemas para el gobierno" en Gran Bretaña. Así que gracias por permitirme que no me sienta como una 'Polyanna' total cuando trato de decirle a la gente aquí que mucha gente en Estados Unidos no apoya la política de nuestro gobierno y que estamos aprendiendo a resistir de los ejemplos que nos dan en todo el mundo.
Rachel Corrie (23) de Olympia, Washington, activista por la paz estadounidense, fue asesinada por una aplanadora militar israelí el 16 de marzo de 2003 en Rafah. Rachel estaba en Gaza oponiéndose a la demolición de una casa palestina, como voluntaria del International Solidarity Movement.

miércoles, agosto 02, 2006

Si no estuviste ahí, nunca sabrás qué pasó.